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COLECCIÓN NARRATIVA
Novela
A
través de mis ojos
Karla Brenes 252
pp.13.5 x 21 cm
Disponible en e-book y en papel
ebook
ISBN
978-607-7963-20-2
U$S 8.00
papel
ISBN
978-607-7963-19-6
U$S 20.00 (más envío)
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COMENTARIO
Prosa amable
que va y viene en el tiempo creando una filigrana con fragmentos
de la vida pública y privada de personajes que habitaron la
historia de Nicaragua, es lo que nos regala Karla Brenes en su
primera novela.
Las extraordinarias referencias a una singular herencia y
a situaciones políticas y sociales no son otra cosa que una
muestra más de la teoría del eterno retorno, que se manifiesta a
lo largo de generaciones en la familia iniciada por el italiano
Fabio Carnevalini y la alemana Virginia Lenah.
La autora tiene un don maravilloso que recibe con los genes de
sus antepasados y que, en este caso, se convierte en un
magnífico pretexto y a la vez en un recurso literario para hablar
de ellos y explicar su propia circunstancia.
Hay episodios entrañables por esa manera sencilla,
sincera y a la vez elegante de narrar; pero es,
sobre todo, el recurso plástico lo que anima el
relato a pesar de encontrarse tan lejos en el tiempo.
¿O no? Sólo Karla lo sabe…
El hilo conductor se bifurca en las primeras
páginas. Por un lado, transita por la historia Latinoamericana,
hablando de circunstancias y anécdotas que luego
habrán de converger en Fabio, político liberal,
excelente periodista y valiente militar que no le
teme a nada y llega hasta las últimas consecuencias
con tal de no claudicar de su ideología; sus
descendientes harán lo propio en el siglo
XX. Por el
otro lado están las separaciones perpetuas, los
nostálgicos recuerdos transmitidos de la Italia
y sus viñedos, la dura vida del inmigrante y de los
barcos atestados de sueños, el lazo invisible de la
tradición familiar y el legado de la clarividencia
que curiosamente se une en el espacio y en el
tiempo.
A través de mis ojos, libro histórico,
costumbrista, a ratos de realismo mágico, ha sido recomendado por
una de las más prestigiosas universidades de Estados
Unidos y propuesto como libro de texto por otro
centro de altos estudios nicaragüense, no sólo
porque detalla acontecimientos nacionales sino
porque recoge de una manera muy particular la
riqueza cultural de Nicaragua.
"Para mí sería un honor que mi historia se
convierta en el libro de cabecera de muchas
familias", dice Karla Brenes.
SOBRE LA AUTORA
“Nací en los cinco primeros minutos
del 2 de septiembre de 1964. He estudiado cuanto he
podido y leído con curiosidad y avidez toda mi vida.
Mi deseo presente y futuro es poder escribir y
narrar historias para todo el que quiera ver y creer
en un mundo visto a través de mis ojos” , dice Karla
Brenes en el prólogo.
FRAGMENTOS
Dominga era una india menuda,
de ojos diminutos, negros y brillantes. Tanto lo eran que
parecían luciérnagas cuando por las noches se paseaba por
los corredores, para revisarlos.
A diferencia de los otros criados, la mujer dormía dentro de
la casona, con una niña inquieta y dientona a la que los
demás sirvientes apodaban el Chelo.
En aquellos meses de extraños sucesos, la indita cuidó de su
patrón haciéndolo tomar antes de acostarse un pocillo de
humeante infusión de hierbas y recomendándole mil cosas para
que se protegiera de los espíritus malignos. Porque de
remedios sí que sabía la Dominga, y de otras cosas, según se
rumoraba.
Tenía la mujer la vocecilla chillona y cansada, como el
trinar de un pájaro abandonado en pleno bosque. Fabio
escuchaba su arenga nocturna un tanto fastidiado ya con ese
asunto, aunque de vez en cuando, si algo de la plática le
interesaba, levantaba la mirada de su libro y le daba unos
instantes de atención, para luego continuar inmerso en su
lectura.
Pero ella, poniendo énfasis a sus palabras, insistía:
“Patrón, tómese esto porque ayuda a conciliar el sueño y
engaña a las ánimas, porque no pueden oírlo y tampoco verlo,
porque usted les parecerá estar muerto”. La última frase le
salió a la indita de muy hondo.
Comenzó Fabio a tomar el té dócilmente, no porque creyera en
esas cosas de ánimas y hechizos, sino por el terrible estado
en que ya lo tenía tanto desvelo y porque, curiosamente, lo
libraba cada noche de los ruidos y demás perturbaciones.
Además, su instinto de supervivencia le decía que confiara
en la mujer aunque desconociera el contenido del brebaje,
cuyo influjo incluso lo obligaba a tomar más de un café
cargado durante la larga jornada de trabajo para disminuir
el sopor en que lo dejaba.
La Dominga también le daba un pocillo diario de té a su
criatura. La Carmela, que era su verdadero nombre,
aparentaba unos seis años pero en realidad tenía nueve. Al
comienzo, Fabio pensó que era varón, por el “pelo de
chigüín”, que su madre le había dejado luego de que la
atacaran los piojos, según refirió uno de los criados.
“Dominga decidió raparle el coco para emparejarle la
pelazón”, añadió, porque con la “rasquiña” le habían quedado
partes de cuero cabelludo expuesto. Así, la Dominga esperaba
que el cabello le naciera parejo y tupido. Además, se dio a
la tarea de hacerle curaciones diarias con baba de sábila y
hojas de siguapate que le habían recomendado los yerberos
leoneses para restaurar la piel dañada, cuando les narró el
caso: “A’i le agarra a esta cipota la maña antes de dormir,
de arrancarse las costras de los granos y jalarse y
rejalarse los pellejitos con todo y el pelito tierno que le
va retoñando, y a’i se va quedando dormida con el pescuezo
todo torcido y adolorido por la jalazón, y las uñitas
todititas llenitas de sangre”.
Al terminar la curación, la preocupada madre recomendaba
angustiada a la niña: “Cipotilla linda, ya no te arranqués
las costras de los granos, no juera a ser que no te retoñe
más el pelo; pensá que hembra sin pelo es como un toro sin
sus bolas, y siendo güey sólo sirve pa’l trabajo forzado”.
Como complemento le daba té de epazote en ayunas. Salía a
prepararlo mucho antes del amanecer, en una fogata
improvisada en pleno campo. Alejada, muy alejada de la
casa, y, sobre todo, de la presencia de la niña, como era
menester hacer aquel asunto.
Regresaba con la infusión en una pequeña olla de barro, y la
envolvía en trapos con el fin de que no le diera el aire al
compuesto y no se esparciera su olor, pues, como aseguraba,
“los remedios de expulsión no deben ser olidos por las
lombrices, porque éstas se esconden entonces entre las
tripas. ¡Son tan inteligentes esas carajas animalas que con
sólo percibir el olor entienden que hay peligro! ¡Hay que
agarrarlas desprevenidas!… dar a la persona el remedio al
despertar”, advertía. Después de la toma del brebaje, la
mujer le daba a la niña hojas de jocote verde con sal, para
que las masticara, pues, según ella, la salivación amarga
mataba las larvas que el epazote no pudiera sacar, y, a
continuación, un puñito de tigüilotes dulces, uvitas indias,
“p’amainarle la amargura de la hoja y lo feyuco del té”. Y,
por supuesto, le recetaba todo el día de ayuno a la
criatura, o hasta que efectuara por lo menos tres abundantes
deposiciones. Para ello debía alejarse de la casa grande; de
preferencia hacerlo en pleno campo: “Mirá, se abre un hoyito
en la pura tierra, hacés a’i tus necesarias, y cubrís las
cacas con ceniza y con tierra, para quitar el olor y no
dejar güevecillos de lombriz regados por a’i, para prevenir
que no se le peguen a algún cristiano —recomendaba la
Dominga—. ¿No ves que hasta los gatos, que son animales
aseados, tapan sus cagadas por consideración con el
humano?”.
Esto lo hacía cada dos semanas, por tres días consecutivos.
“Hay que hacerlo en cuanto le pique la argollita y la vea
escarbándose entre los calzones escondida por los rincones.
El lombrizoso se pone mayate, se le hace chirre la saliva
por los lados de la boca, y dormita con las chibolas de los
ojos peladas y con rechinadera de dientes toda la noche.
¡Ah, y durante el día siempre se queja de dejazón y de
sueño!”, le habían advertido.
Con los remedios del monte la cipotilla se curó. Pero
comenzó a tener conductas extrañas. Ya no le gustó más tener
el pelo largo: lloraba hasta que la pelaban nuevamente a
coco, y se empecinó en que ya no quería ser mujer, hasta que
un día de tantos finalmente afirmó que era un macho y que
defendería su derecho de usar calzones largos de manta cruda
para andar en la faena, iguales a los que usaban los peones
en el campo. Tiempo después incluso se puso huleras y una
cutacha filosa al cinto, y se negó rotundamente a hacer
trabajo doméstico. Ese día se fue a trabajar con los peones.
La Dominga pensó que era “un simple emberrinchamiento”, pero
casi se desmaya cuando escuchó a la criatura hablando ronca
y poniendo la boca de medio lado mientras masticaba una
ramita de guayaba. Luego supo que el cuchillo que portaba lo
había ganado en una pelea. Uno de esos días apareció
“caminando corneta, toda conchuda y con los pies a rais,
para hacer callos, según ella”, y tirando —dizque para
siempre— los “inútiles caites” en un rincón. Y como si fuera
poca la mortificación de la Dominga, la hija comenzó a
decirles a todos que se llamaba Carmelo, pero que le podían
decir simplemente el Chelo.
Una tarde, desesperada, la Dominga le pidió permiso a Fabio
para llevar a la hija con el Sam:
—Patrón, déme permiso de ir a hacer una diligencia a la
montaña, donde el Sam. ¡Quiero hacerle a ella el último
ejuerzo! —señaló a su hija.
Fabio, que leía absorto, muy cómodo, disfrutando del domingo
en su silla mecedora, distraídamente le contestó:
—E hágalo expresso —ni siquiera se percató de que hablaba en
italiano.
“Pero si hasta el perro le entendilla a la lengua rara que
habla a veces don Fabio, ¡yo también le entiendo algo!
—pensó la Dominga—. Voy rapidito, como él dijo”.
El Sam era un sujeto rubio, y, según dicen, muy sabio, que
apareció de la nada por aquellos lares y se encargó durante
años de curar a la gente pobre sin pedir a cambio ningún
pago. Vivía solo en una casucha en lo alto de la montaña;
vestía siempre un gabán café que, al parecer, alguna vez fue
un hábito, y calzaba sandalias viejas de cuero crudo.
Algunos decían que era alemán y había olvidado cómo regresar
a su casa en Europa y hasta hablar su idioma, pues de tanto
estar solo en aquella espesa jungla leonesa se había quedado
medio loco. Otros contaban que era un santo de iglesia
europea y que su imagen fue enviada desde España por doña
Mercedes Mendoza y Alarcón, como un obsequio muy especial a
una parroquia peruana de la cual ella era bienhechora. Pero
ocurrió que durante la travesía el barco estuvo a punto de
zozobrar frente a costas nicaragüenses, y en aquel bamboleo
en medio de las enfurecidas aguas del Caribe el santo cayó
al mar. La tripulación salió ilesa, pues todos se
encomendaron al santo, pero él desapareció… Inútiles fueron
los esfuerzos para encontrarlo.
En las leyendas de marinos se cuenta que “Dios sacó al santo
de las profundas aguas caribeñas y lo convirtió en humano,
para que pudiese milagrear a su gusto y antojo en estas
tierras nicaragüenses siempre tan necesitadas”. Y de ahí
salió el apodo de Sam, como un apócope mal pronunciado, para
aquel “chele que sabe curar y consolar a los desheredados”.
El asunto es que cuando la Dominga le consultó al Sam el
caso de su hija, el hombre sólo le dijo cerrando los ojos:
—Nacer y morir son la misma cosa; al morir cambiás de
cuerpo, y al nacer recibís otro cuerpo nuevo en compensación
o en castigo, y a veces un alma macho se encarna por
contrición en un cuerpo de mujer. Si el alma no recuerda su
anterior sexo al llegar a los cinco años, puede convivir en
paz, pero en ocasiones, cuando el alma lo recuerda, se
rebela contra la naturaleza del cuerpo nuevo que la alberga.
¡Dominga, deje a la criatura vivir en paz!; deje que termine
de recordar sus vidas anteriores y que termine de mudar la
piel de los recuerdos que la atan a otras vivencias, para
que se reconcilie. La fuerza de la naturaleza es tremenda, y
el instinto de aparearse a veces consigue aplacar cualquier
rebelión del alma. Y recuerde: ser macho o hembra es sólo
cuestión de apariencia.
La Dominga no entendió nada de nada de aquel intrincado
asunto, pero haber hablado con el Sam le dio paz a su
conciencia y le brindó la esperanza de que si a la Carmela
algún día el cuerpo le pedía amores y le venían las ganas de
tener un hombre encima, a lo mejor ella se volvería hembra
nuevamente. Y así fue como el asunto se fue quedando en la
espera, y un día a todos, incluso a la Dominga, se les
olvidó cuál era el verdadero sexo del Chelo.
Todas las noches la Dominga estiraba un petate para dormir
con el Chelo, cerca del fogón de la cocina. Se acurrucaban y
rezaban en murmullos suaves el “Ave María”, rogando en las
noches de espanto para que pronto amaneciera. Esta costumbre
les dejaba un penetrante olor a humo tan fuerte que a Fabio
más de una vez se le revolvió el estómago cuando recién
levantado entraba a la cocina pidiendo un café. Y entonces
el italiano comenzó a ir al trabajo sin desayunar.
Angelo Carnevalini y Julia Cagliero tienen su almacén en el
centro de Roma, a unos metros apenas del resto de la
famiglia. Julia es tía abuela de quien años más tarde se
convertirá en el primer nuncio apostólico para América y
primer cardenal salesiano, Geovani Cagliero, pero eso ni
siquiera se lo imagina, mucho menos lo hace el joven Fabio,
quien sólo desea, con el febril ímpetu de sus rebeldes 18
años, pelear contra lo que cree injusto.
Su patria ha lanzado un alarido de dolor. Gregorio XVI
muere, dejando los calabozos llenos de infelices, y la
guillotina, roja por la sangre de muchos mártires de la
libertad.
El joven pecho de Fabio, cuyos primeros latidos fueron de
libertad, se abre a la esperanza cuando Pío IX se levanta en
Italia como un sol, con su primera palabra de perdón, y
Carlos Alberto, rey de Cerdeña, secunda a las masas y le
declara la guerra a Austria. Al lado de quinientos
estudiantes, Fabio avanza en defensa de Italia. Combate en
Lombardo Véneto, pero el buen derecho es vencido por la
excesiva fuerza. Vuelve a Italia, se dedica a las leyes,
pero hállase el papa rodeado de elementos reaccionarios que
ansían arrebatarles el sueño de la República.
Los romanos corren hacia el Quirinal, exigen reformas, la
secularización; los liberales se sublevan y declaran la
Constitución. El rey papa cede y sale al exilio vestido de
monje. Pide ayuda a los reinos de Francia, España, Austria y
Nápoles. Éstos envían más de cien mil hombres para derrotar
a los alzados. La metralla derrama la sangre de miles de
romanos, y el Vicario de Cristo regresa para gobernar sobre
los blanquecinos huesos de las víctimas. Persiguen y
destierran a media Italia.
De todos modos, al muchacho ya Italia le queda chica.
Necesita llenarse de cosas nuevas, sentir diferentes aires,
vagar, experimentar nueva vida en nuevas tierras.
Julia lo abraza, llora con él. La afinidad y el parecido
físico de madre e hijo son impresionantes. Ambos tienen
temperamento y hasta pensamientos similares. Ella lo mira
una y otra vez; quiere grabar en su memoria su imagen, su
olor. Ella sabe, por intuición, que no lo volverá a ver,
pero tampoco lo retiene. Quiere que él complete su misión de
vida. “Hay que seguir al viento, hijo; hay que perseguir el
rumbo de nuestros sueños; hay que inflar nuestros pulmones
de aires nuevos, y llenar nuestra mente de conocimientos
plenos”.
Angelo, empecinado por hacer entrar en razón a Fabio, llora
impotente mientras le da un manotazo al mostrador de madera.
El buen Angelo, siempre tan racional, tan calmado y
comprensivo, está desesperado, frustrado, al no poder
completar lo que él asume como su misión: formar a su hijo
en las costumbres ancestrales y legarle sus bienes; que
forme su familia y siga la tradición, y dice en ahogados
sollozos: “¡Oh, mio figlio, torna a la vostra famiglia, per
favore, todo lo que trabajo y he logrado es por ti y para
ti!”.
Mas ya Fabio no se ha de detener. Él tiene una cita con el
destino, va camino del sol. Abandona el almacén de sus
padres y emprende un largo y espinoso viaje. Julia lo ve
alejarse; está parada junto a la puerta, muy serena, sin
lágrimas.
Levanta la mano para decirle adiós, y lo ve y lo sigue con
la mirada hasta que su imagen termina por perderse entre la
lluvia de aquel 17 de julio. Cada día Julia esperará
correspondencia de su hijo y la leerá en voz alta para que
la escuche Angelo, quien disgustado fingirá no hacerlo.
Fabio mira por última vez en muchos años aquella ciudad
bulliciosa y linda que es Roma. Viaja a Francia, y de ahí a
Alemania, donde radica algunos meses. Cuando toma el barco
con rumbo a Nueva York, recibe un telegrama de su amigo
Guillermo Lenah, en el que lo entera de que allí mismo viaja
el médico alemán Joseph Anthony Brenmer Rossemberg, un
pariente lejano de aquél y personaje con que el destino
ligará a Fabio de manera extraordinaria. Renglones de
historia, de razas, de creencias y de anhelos se combinarán
y formarán nuevas generaciones. Pero ahora ambos hombres
están lejos de imaginarlo.
Joseph Brenmer es un médico prusiano de origen judío, que
viaja en la comitiva del barón Karl Hains Vossenberg, quien
se dirige a Centroamérica, propiamente a Cartago, Costa
Rica, lugar apropiado por su clima e ideal desde hace muchos
años para la inmigración europea, en especial la alemana.
Cartago, además de su frescor, posee una hermosa
infraestructura, y hay mañanas en que la niebla en sus
calles les recuerda muchísimo las que dejaron atrás, en
Berlín. Se doctoró en la Universidad de Ruprecht Kar de
Heidelberg. Es el médico de confianza del barón desde hace
mucho, trabajo muy bien remunerado que le permite dedicar
suficiente tiempo a sus investigaciones médicas, además de
tener la ventaja invaluable de viajar por todo el mundo.
Los alemanes han decidido establecer en Cartago su centro de
operaciones, desde donde se estarán haciendo estudios sobre
la factibilidad de abrir un canal interoceánico en un país
muy pequeño llamado Nicaragua, en el que tienen gran
interés.
Es la segunda vez que el doctor Brenmer visita América en
ese empeño. En una de ellas fue a Estados Unidos con el
doctor Williams, buen amigo de él, quien le habló de sus
descubrimientos científicos.
Durante el viaje Fabio y Joseph hacen una muy singular
amistad, y a petición de éste Fabio es invitado por el barón
a acompañarlos en la nueva empresa. Mas el italiano tiene
otros planes: conocer de cerca al célebre Giuseppe Garibaldi,
su coterráneo, y escribir sobre sus múltiples hazañas en el
continente americano.
El doctor Brenmer es acompañado en su viaje por Eleonore, su
única hermana, quien está prometida en matrimonio a un
alemán radicado en Cartago, con el que ha mantenido un largo
noviazgo por carta, tal como sucedió con Fabio y la hija de
su amigo Guillermo. Desdichadamente, la joven muere en alta
mar a consecuencia de una fiebre de origen desconocido.
Joseph Brenmer es miembro de una ancestral familia de
médicos en Alemania, cuyo apellido judío significa,
casualmente, “el que salva”. Para él, la elección de la
medicina como profesión fue la consecuencia directa de la
influencia de una familia compuesta, en buena parte, por
galenos. Tradición que ha pasado de generación en generación
hasta nuestros días.
La travesía desde Alemania hasta América es larga y penosa.
Los barcos llevan en sus entrañas a tantos inmigrantes de
diferentes nacionalidades y de condiciones socioculturales
tan diversas como peces tiene la mar, que resulta ser tan
inmensa e impresionante al principio, pero desoladora y
monótona con el paso de los días. Agua y cielo, más agua y
más cielo repetidos días y meses, hasta convertirse en una
especie de condena ante los ojos: cifrar la capacidad de ver
solamente en dos colores, el azul del cielo y el del agua,
entre el blanco de las nubes. Para algunos, en eso consiste
la dificultad de la travesía en barco: hay que procurarse un
buen descanso o idear la mejor manera de combatir el hastío
y las incomodidades propias del viaje.
Cotidianamente hay tertulias en las que se departe con los
otros viajeros de igual clase, de igual condición. Se toma
el té, se fuma, y, por supuesto, se comentan los últimos
sucesos políticos acaecidos en Europa.
Las damas, cuando el tiempo en el mar es bueno y se
acostumbran al mareo, juegan cartas, cosen a mano primorosas
prendas, leen pasquines de moda donde aparecen sombreros
espectaculares, vestidos vaporosos, estolas y pieles que
nunca podrán lucir, como lo sueñan, en aquellos cálidos
climas.
En el barco se habla, sobre todo, de América; de los parajes
diferentes y bellos, que aun el extranjero novato sigue
pensando cómo conquistar. “¡Como si fuese tan fácil!”, suele
pensar en voz alta el capitán, acostumbrado a los nautas
ilusos que siguen creyendo que en el Nuevo Mundo todo es un
juego.
Fabio viaja con el boleto de primera que con tanta pompa se
anuncia en cartelones promocionales europeos que venden a
América como destino de grandiosas oportunidades de trabajo,
inversión maravillosa y una mejor vida. Las líneas navieras
ofrecen exclusividad, seguridad, confort, tres comidas y
meriendas diarias, a un costo monetario que, sin dejar de
ser alto, es un poco menos caro que el de las líneas
francesas e inglesas, de las más suntuosas.
Al subir al barco e iniciar la travesía todas las promesas
quedan atrás, pues a las navieras no les importa ya la
comodidad de aquellos individuos. Es que el europeo que va a
América es un viajero considerado “sin boleto de regreso”,
en el que no quieren invertir demasiado una vez que está a
bordo. Se multiplican las listas con reclamos del mal
servicio; luego se le dan mil excusas al viajero; en fin,
que es más frustrante sentirse de primera clase en un mundo
donde ya no se es considerado como tal.
En estos tiempos se vive la revolución industrial en toda
Europa, y también un fenómeno de sobrepoblación en las
ciudades grandes. Es que los campesinos han abandonado el
campo, decepcionados por los bajos precios de los productos
agrícolas, porque son más baratos los que entran de las
colonias conquistadas en África y en el Caribe. Nunca el
pobre fue más pobre en el Viejo Mundo. Es el precio de la
modernización, de la vanidad desbocada de los gobernantes y
de los reyes.
El trabajo de diez hombres es hecho por una sola máquina,
movida a base de vapor. Los europeos siguen partiendo como
miserables hacia otras tierras, en busca de lugares pródigos
donde puedan sembrar y cosechar, comer y dar de comer a sus
familias. El expansionismo de Europa está ahora pagando su
más alto precio.
Para los menos afortunados, la vida en el barco es de mucho
trabajo: horas alimentando las calderas, limpiando y lavando
las estancias donde se alojan y se divierten los pasajeros
privilegiados, pescando con sus redes en alta mar,
alimentando a los animales que comerán durante la travesía,
sacrificando pollos o marranos, preparando y salando carnes,
horneando panes, pelando papas, ordeñando a las cuatro vacas
lecheras que abastecen al viajero de primera… En fin, toda
suerte de tareas para el buen funcionamiento del navío y
para el confort del viajero considerado acomodado.
La gente que viaja en las clases más económicas puede
cocinar sus alimentos en una destartalada estufa
comunitaria, para cuyo uso tiene que esperar largo tiempo.
Además, tiene que llevar obligatoriamente sus enseres de
cocina y de aseo y una lista de alimentos básicos que es
supervisada con sumo cuidado por las autoridades del barco
dos días antes de arribar.
La lista especifica las cantidades calculadas de alimentos,
lo suficiente para durar el tiempo de la travesía, en la
modalidad de hombres, mujeres y niños. Un letrero anuncia:
“Inútil presentarse sin completar la lista”. “Esto —explica
el capitán— es para evitar la mendicidad en el barco”.
Hay pasajeros de clases muy modestas. Por lo general, son
hombres acompañados de sus mujeres y sus hijos, que viajan
en los galerones y pagan su pasaje a medias, modalidad
previamente pactada que significa dar algo de dinero en
adelanto y pagar el resto con la realización de algunas
tareas domésticas. A menudo, las damas privilegiadas son las
que mayormente solicitan la ayuda de estas personas (sobre
todo de las mujeres), para que les cosan ropa o para bordar
manteles, sábanas, fundas y confortables cojines con los que
piensan equipar el nuevo hogar. Pagan cantidades mínimas por
el trabajo, y lo enteran directamente al administrador del
barco, quien luego arregla cuentas con los jornaleros. En
especial, las damitas casaderas requieren estos servicios,
ya que durante la travesía van terminando sus respectivos
ajuares.
Los hombres de los galerones se prestan regularmente para
trabajos diversos, desde confeccionar trajes o sombreros
hasta pulir calzado; también afinan armas o tocan
instrumentos musicales, en especial violín o acordeón. Y los
contratan hasta para asear los improvisados retretes que
sirven para descongestionar los pocos existentes en la nave.
Así, los pasajeros pueden poseer algo de intimidad para
hacer sus necesidades fisiológicas o hasta para tomar un
baño.
Luego de pagar el complemento del pasaje, guardan el resto
para iniciarse en la nueva vida que han ido a buscar desde
tan lejos. Para muchos de ellos es su segundo o tercer
viaje, y han regresado a Europa una y otra vez a recoger a
sus familiares. Para otros, trabajar en las rutas de
tránsito se ha convertido en el modus vivendi de los últimos
años.
En las listas de clases muy económicas o bajo la modalidad
de trabajo por pasaje, se anotan el nombre y el apellido del
hombre y, a continuación, el número de sus acompañantes. En
primera y en segunda clases, el nombre y apellido de cada
persona, y se pide una tarjeta de identificación, que los
acreditará según su categoría.
Relata Carnevalini cómo a pesar del hacinamiento y la
pobreza, aquellas personas son dueñas de una cultura y unos
valores humanos preciosos.
En sus incursiones regulares a las entrañas del barco, que
con tanta curiosidad realiza, probablemente aburrido de
estar con la misma gente y escuchar las mismas pláticas,
Fabio descubre a una familia española que viaja en clase muy
económica, y con ellos entabla una gran amistad.
Hay sufrimiento y aprensión (y no es un mero clasismo) en
Juan Felipe Martínez, al ver a su familia en aquel ambiente.
Él era profesor de matemáticas y latín en España, pero la
situación política los ha hecho caer en desgracia, y
buscando un mejor futuro en Alemania, empeoró su situación,
hasta llegar a decisiones extremas, como aquella de viajar a
América en circunstancias muy precarias.
Con ellos Fabio aprende el español mientras los visita por
las tardes. Siempre llega con algunas golosinas para
disfrute de los niños, quienes contentos suelen gritarle
“¡Tío Fabio!” cuando lo ven llegar. Esta familia española,
años después, se radica en Argentina y mantiene comunicación
con Fabio el resto de la vida. Ana Sofía y Felipe Miguel
Martínez, los hijos de aquel matrimonio, en una ocasión
llegaron a visitarlo en Nicaragua, como muestra de su cariño
y de la gratitud que sus padres le guardan.
El italiano ha recomendado a los pasajeros que tomen clases
de español con la familia Martínez. La idea poco a poco toma
más y más popularidad, ya que la mayoría en el barco
desconoce la lengua que necesariamente tendrán que hablar en
el futuro. Así las cosas, los Martínez mejoran su posición
económica y humana en aquella batalla por la sobrevivencia
que es el barco. El doctor Brenmer y su hermana Eleonore se
convierten también en sus alumnos.
El barón Vossemberg prefiere seguir estudiando los planos
del canal interoceánico con sus ingenieros y vivir encerrado
en su mundo de cálculos y riquezas materiales, empeñado en
ver la manera de aumentar su fortuna y su poder político,
que tantas tragedias le han acarreado. “¡Para eso existen
los intérpretes! —cuestiona Vossemberg a Brenmer—; ¡eso es
perder el tiempo en minucias que otros pueden resolver por
nosotros! Nuestro paso por el nuevo continente es por
negocios, y no nos interesan ni su cultura ni su lengua, y
mucho menos su vida. Para nosotros, los alemanes, los
americanos son una raza inferior”, termina diciendo el barón
mientras da la vuelta en redondo masticando con furia las
palabras. Mil cosas incompresibles salen de su boca, mezcla
de racismo y clasismo ancestral, promulgando a voz viva la
supremacía de su raza. Su enojo es una forma de impotencia
por no poder ejercer con todos su poderío.
El doctor Brenmer no puede disimular su disgusto. Sabe del
profundo antisemitismo existente en la nobleza. “Mucho debe
apreciar el barón mis servicios médicos —reflexiona— como
para soportar que alguien, justamente de la raza que tanto
desprecia, cuide de su salud”.
Al igual que Fabio, tiene curiosidad por el nuevo mundo que
les espera. Ellos son jóvenes educados con ideas diferentes
y con una avidez insaciable de conocimiento. Comparten, sin
saberlo, el gusto por el reto de vivir probándose a sí
mismos hasta dónde pueden llegar con su inteligencia. Y
saben que si quieren sobresalir en aquella nueva cultura (en
eso hay que darle la razón al italiano) hay que entender su
lengua.
El personal de ayuda del doctor alemán es disuadido (por
decirlo amablemente) de aprender español; sin embargo, el
boticario, el barbero, el cirujano, el sacamuelas y el
enfermero asistirán a clases con los Martínez.
En el barco no todos están de acuerdo con aquello de las
clases de español. “¡Qué tipo más revoltoso ese Carnevalini!
—comenta una señora—. Dicen que baja a los galerones y
platica con la gentuza que viaja ahí, y hasta ha convencido
a los alemanes que acompañan al barón para que compartan sus
ideas y también bajen y hablen con aquellos desarrapados.
Seguramente el tal Fabio debe de ser uno de esos italianos
ricos rebeldes; de esos jóvenes modernos que se dicen
librepensadores y que le han causado tantos dolores de
cabeza a la monarquía y al papa”.
Como de costumbre, Fabio está en medio de la controversia;
sin embargo, al parecer, en ninguna etapa de su vida al
italiano le importó mucho ser objeto de ella. A veces,
incluso le parece que le agrada.
Los polizones se han convertido en los últimos tiempos en
otra plaga difícil de erradicar para los capitanes de los
navíos, a pesar de las leyes tan duras creadas contra ellos.
Hay penas de trabajos físicos agotadores, sin retribución,
por supuesto, y usando pesados grilletes, o el
encarcelamiento en los sótanos, un infierno durante el día y
la noche por el ruido y el calor de las calderas, que no
conceden descanso, además de la pestilencia de sudores,
orines y excrementos, tanto de animales como de humanos, que
enrarece tanto el aire y hace que proliferen enormes ratas.
Hay también la pena capital, que se aplica a los peligrosos,
a los ladrones o a los pobres infelices que pierden la razón
o se enajenan por algún susto de aparecidos y fantasmas
mitológicos, o de tanta penuria y hambre. Deambulan como
zombies por el barco, llenando de pavor a las damas e
importunando a los caballeros. La pena máxima consiste en
ser arrojados sin piedad al mar, dejándolos a merced de las
gélidas aguas y otras calamidades.
Esto se lo han contado los marineros a Fabio mientras tratan
de ocultar a André, un muchacho flaquito de unos 19 años, al
que descubrieron escondido en el barco. Carnevalini prometió
no revelarle a nadie el secreto. Después de todo, la vida en
el Viejo Continente se había hecho muy difícil, y todos en
aquel navío, ricos o pobres, cultos o incultos, van buscando
algo que no poseían en sus países. Para algunos se trata de
dinero para vivir mejor; para otros —como el barón—, de
conquistar mayor poder y adquirir riquezas que atesorar;
para algunos otros, como Fabio, simplemente se trata de la
búsqueda de la libertad.
La vida en los barcos, cuentan los marineros, ha sido
durante siglos muy dura, ya que la muerte acecha entre las
olas. Quizá por ello son gente abierta a la superstición y
perceptiva a lo sobrenatural. En sus relatos siempre están
los barcos fantasmas y los espíritus de los hombres y las
mujeres que han quedado perdidos en la bruma del olvido. En
el silencio eterno. En el mundo de aquellos que aún no
comprenden lo que es estar muertos. Quieren comunicarse con
los vivos, y al no poder hacerlo, porque el ser humano no
quiere a veces mirar ni creer, se tornan sus ánimas fuerzas
destructivas. Hay infortunados náufragos que yacen en el
fondo de los insondables abismos o en los estómagos
insaciables de las grandes bestias marinas.
Las bitácoras están repletas de relatos sobre extraños
sucesos y avistamientos de barcos fantasmas, animales con
dos cabezas, apariciones de mujeres preciosas que danzan una
dulce música, flotando sobre las aguas, y llaman a los
marinos a disfrutar con ellas de aquel baile. Ellos sucumben
llenos de amor y deseo. Y es al tenerlos cerca cuando se
transforman en visiones horripilantes que devoran aún vivos
los ojos de sus ingenuas víctimas y les arrancan el corazón
todavía palpitante, desgarrando el pecho de aquellos
infelices. El océano está pletórico de seres fabulosos, como
las sirenas y los tritones. El mensajero de las
profundidades, hijo de Poseidón y de Anfitrite, lleva, como
su padre, un tridente, pero su símbolo es una concha de
caracol cuyo ruido puede calmar o enfurecer al mar. Se dice
que hay olas que ascienden hacia el cielo llevando en la
cresta a los navíos y rasgando pedazos de nube a su paso, y
que, cuando esto ocurre, se para el capitán en la proa de su
nave e implora a los dioses del mar perdón para sus vidas.
Cuentan que hace muchos años un barco fue llevado, en la
cima de una ola gigante, sobre todos los continentes. La
cubierta del barco iba envuelta por las nubes. Allá, en lo
alto, se podía tocar el cielo. El estoico capitán se
aferraba al timón, mirando al frente todo el tiempo,
desafiando al miedo. Los horrorizados pasajeros temblaban de
terror y frío. Era tanto el pavor que sentían que se negaban
a abrir los ojos. Sólo lloraban y se cubrían el rostro con
las manos.
La ola los llevó, entonces, por los mares más lejanos, hasta
una isla en los confines de la tierra, y los depositó con
todo y embarcación, kilómetros adentro del lugar, entre
multitud de cocoteros. Su vida fue salvada, mas no sus ojos.
Cuando desembarcaron, el único que veía era el capitán.
Al lugar se le llamó la Isla de los Ciegos, aunque a algunos
les dio por llamarla la Isla de los No Creyentes, por
aquello de que no quisieron los pasajeros enfrentar el
horror con la fuerza del creyente, como el valiente capitán.
Y fueron condenados a no contemplar el milagro de su propia
salvación.
La fiebre alta y la diarrea comienzan a ser una especie de
epidemia en el barco. “Cosas naturales de la travesía
—comenta el capitán—; en todos los viajes, penosamente, se
nos mueren algunos pasajeros y hasta avezados marineros
acostumbrados a esta vida dura en el océano.”
Eleonore se siente mal. Tiene náuseas, mareos y tiembla de
frío. Las fiebre se presenta siempre a la misma hora y cada
dos días. Su dama de compañía la acomoda en una silla en
cubierta, para tomar aire puro, aprovechando una tregua que
les da el mal tiempo. Su hermano la examina. Está preocupado
por ella, pues no le gustan los síntomas que presenta.
Aquellos escalofríos son tan intensos que la joven llora de
tanto temblor. La piel se le ha puesto amarilla, y ha sido
imposible darle alimento alguno, ya que su estómago todo lo
quiere devolver. El frío es tan intenso que ella siente que
le cala los huesos.
Brenmer le pide al boticario que le prepare la quinina. Es
malaria, está seguro, y él sabe que en el barco, en esas
condiciones, es aún más difícil de curar. Calcula que la
muchacha ya estaba infectada al embarcar, aunque no tenía
síntomas. Sabe que es casi imposible que sobreviva, máxime
en aquel mal tiempo de lluvia y frío con que les ha tocado
viajar. La situación es peligrosa en extremo. Por ello, el
personal a cargo del barco recomienda a los pasajeros
mantenerse encerrados.
Dentro de la nave hay un ambiente oscuro y húmedo. Hay que
cerrar las celosías de ventanas y puertas para que no se
cuele el agua. Esto hace que la circulación del aire sea
escasa y de mala calidad para la salud, y con tan mala
suerte que están justo en medio de la nada, lejos de
cualquier lugar.
Ante ese escenario de desastrosas consecuencias de contagio
e imposibilidad de atracar en puerto alguno, el doctor pone
a su hermana en aislamiento y toma todas las medidas de
prevención del caso. Solo él y Marie, la leal dama de
compañía, se acercan a Eleonore. La arropan, le dan la
quinina y le tratan de controlar las altísimas fiebres.
Ambos usan cubrebocas y batas.
Al poco tiempo la ven morir. Brenmer apenas si llora a su
pobre hermana, apesadumbrado como está por la pena y el
sentimiento de impotencia que siente al perder a un
paciente. Es una especie de rebeldía ante lo inevitable, una
recapitulación de lo que ha sido hasta entonces su labor
científica. Piensa en tantos años devorando libros, haciendo
sacrificios sobrehumanos por salvar vidas. Piensa en los
desvelos, visión de los horrores que aquejan al ser terreno;
en la imposibilidad de curar las aflicciones múltiples, y en
el sentimiento cruel de no ser más que un pobre hombre,
queriendo ejercer la misión de un Dios sin tener más armas
para combatir los males que su mente, sus manos. Don que a
veces tanto duele, de dar todo a cambio de casi nada, y
curiosidad por el saber, esa bendita manía de comprender la
ciencia, de develar misterios, que es la inspiración divina
que al hombre de ciencia le alimenta el alma.
Envuelven a Eleonore en una mortaja, un capullo fúnebre
hecho con sus propias mantas. Antes la vistieron con el
traje de novia, el que primorosamente fue hecho para su boda
en América, pero que por una fatalidad del destino usará
para presidir su inesperado funeral. “Qué extraña es la
vida”, se ha cuestionado su hermano mientras mira a través
de la celosía de la ventanilla del camarote, buscando algo
que le brinde paz.
El galeno siente rabia al arrojar aquel cuerpo tan amado a
la mar, en una caja burda de madera. La sola idea de
depositar a su hermana menor en aquel lecho mortuorio lo
indigna aún más. Al preparar la caja se le ha puesto en el
fondo una especie de colchón muy pesado, hecho de arena
húmeda metida en un saco herméticamente sellado, y se le han
abierto agujeros laterales para facilitar el sumergimiento.
En esos momentos y ante la congoja, sólo Marie y Joseph
están juntos. Ambos saben que debe ser arrojada a las aguas
cuanto antes. Y la sola idea de aquel horrendo deber les
causa pánico. Todos los pasajeros están dentro de sus
camarotes, escondidos del contagio. Han puesto distancia con
el dolor, como a menudo los seres humanos hacemos con el
ajeno. El médico comprende la situación de los pasajeros y
hasta agradece estar casi solo.
Está oscureciendo. Las lámparas de aceite iluminan trémulas
el barco. En los diferentes compartimentos la gente se
pierde en tristes cavilaciones y no habla entre sí. Tampoco
llora. El silencio es tan denso, dentro y fuera del navío,
que hace sentir que la cabeza y el pecho van a estallar en
mil pedazos.
Un raquítico cortejo se ha formado en cubierta para
acompañar a Brenmer: ellos son Marie, el capitán del barco,
tres marineros preparados con gruesas cuerdas para bajar el
ataúd al agua, y, por supuesto, Fabio.
En una pequeña tarima de madera yace el cuerpo de Eleonore.
El capitán va a dedicarle unas palabras antes de ser
depositado en el ataúd, pero algo ocurre… Es Fabio, quien en
un gesto de fraternidad e inocente imprudencia, toma en
brazos a la difunta Eleonore y, alzando su cuerpo
amortajado, declama para ella “El angelus”, la anunciación
del ángel a la santísima Virgen Inmaculada, la Nostra
Madonna.
Brenmer agradece la oración a pesar de que él profesa el
judaísmo. En ese momento piensa con tristeza en lo inútiles
que son las diferencias de religión, y acepta el gesto con
genuina humildad. Se le viene a la mente, y no sabe por qué,
lo injusto de la discriminación racial y religiosa que tanto
separa a los hombres. Acepta con benevolencia el
desconocimiento del rito judío por parte del italiano, al
reconocer la veracidad de su buena acción. Finalmente da
gracias al cielo por aquel gesto de humanismo de su católico
amigo.
El capitán, a falta de capellán o de algún representante de
Dios, realiza las honras fúnebres de Eleonore. Y como en una
reflexión retrospectiva, cuenta sobre las veces en que ha
tenido que bautizar niños o realizar casamientos, y también
oficiar, por cierto, en los momentos más tristes, como ése.
Y se pierde el capitán mirando hacia la mar, como en
búsqueda de alguna inspiración para continuar hablando, pero
se da cuenta de que no encuentra las palabras adecuadas para
brindar consuelo.
Depositan a la difunta en la caja. Marie cubre el amortajado
cuerpo con una colcha. Llora por no tener una flor que
ponerle dentro del ataúd. Cierran la caja, la sellan
perfectamente con una capa de pegamento de zapatería, ante
la negativa expresa del hermano de hacerlo con clavos, por
alguna razón religiosa que él no explica, y la bajan
lentamente. Se escucha el golpe seco de la madera al posarse
en el agua. Hay un oleaje sereno, y un cielo colmado de
estrellas a pesar de la brisa. En susurros, Brenmer dice
adiós a su amadísima hermana. Eleonore descansa ahora en el
mar.
Son inmediatamente incineradas sus ropas y demás
pertenencias, como una medida higiénica y preventiva, hasta
el colchón donde dormía, la colcha que la cobijaba y los
enseres que usaba. El hermano ha decidido conservar
únicamente el anillo de compromiso que ella jamás usará y
que piensa entregar al desdichado novio que tanto ha
esperado a Eleonore en América. Le telegrafiará en el primer
puerto al que arriben.
Eleonore tenía apenas 17 años, y se convierte en uno más de
los seres que mueren en el intento de llegar a América. La
pequeña comitiva observa, como hipnotizada, a aquellas aguas
tragándose poco a poco la caja donde va Eleonore, no sin
antes haberla paseado suavemente sobre el delicado oleaje. A
ratos parece una barquita afanada en perseguirlos y
continuar con ellos el viaje. Hasta que, vencida su
intención, se abandona a su destino y deja que la mar la
guarde en sus entrañas, lenta y dolorosamente.
El italiano piensa entonces en el barco que viajó sobre la
ola gigante, el que fue llevado entre las nubes hasta llegar
a puerto seguro, y desea con toda el alma que esas mismas
aguas lleven al paraíso a la muchachita alemana.
Cuenta en su diario cómo, durante largas horas, su amigo se
quedó aferrado al barandal del barco, en un duelo silente
entre Dios, él y la mar.
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