ebook
ISBN 978-607-7963-34-9
U$S 8.00

papel
ISBN 978-607-7963-33-2
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A través de mis ojos
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"
Los
dioses descendieron a la tierra. Dispuestos a aparearse, danzaron
sobre las cumbres, enamorando… Fue a causa de aquel juego
reproductivo que el aire se volvió denso, irrespirable; se
quedaron dormidos los pájaros, las flores, los abrojos y, en el
otrora fértil paraje, sólo flotó divinidad.
En este místico lugar, nació el
río Icapú, cesta o cuna de los dioses según la lengua aborigen.
Brotó una gota de agua del ancestral silencio, se deslizó, como
una lágrima, por lejanos desfiladeros, y fue uniéndose a otras
aguas hasta convertirse en el robusto caudal que llegó a las
tierras chamanes."
Siglos después, en Brasil,
un joven fugitivo llamado Tito Alfonso arribó por accidente
a las riberas selváticas del Icapú. La presencia del
forastero originó la apresurada interpretación de antiguas
profecías: “El Elegido llegará desde la otra orilla,
precedido por la total oscuridad”.
Los nativos se agazaparon en la espesura. “¡Es Él! ¡Es Él!”.
Retumbaron los tambores. Un humo espeso conquistó el cielo.
El Elegido había llegado a fundar su pueblo."
COMENTARIO
La picaresca es el hilo conductor
de la nueva novela de Karla Brenes, autora de A
través de mis ojos,
publicada en 2013 por esta misma casa editorial.
A partir de la fundación de un
pueblo, las historias entrecruzadas, sello de su
estilo, dan cuenta de los secretos que guarda cada
uno de los personajes, sin excepción. Durante años,
todo Icapú ha pendido de ellos y de la vida de los
Titos, los antihéroes que la autora eligió para
hablar de las paradojas históricas en las que la
superstición y el dogma desempeñan un papel central.
Icapú es, en fin, un relato sabroso y bien
contado, conforme sus múltiples personajes entran y
salen de sus propios infiernos.
El Ateneo Literario, que ha
acompañado a la autora en su proyecto creativo,
anunció la preventa en
http://ateneoliterario.es/icapu-de-karla-brenes/
SOBRE LA AUTORA
“Nací en los cinco primeros minutos
del 2 de septiembre de 1964. He estudiado cuanto he
podido y leído con curiosidad y avidez toda mi vida.
Mi deseo presente y futuro es poder escribir y
narrar historias para todo el que quiera ver y creer
en un mundo visto a través de mis ojos” , dice Karla
Brenes en el prólogo.
FRAGMENTO
Por
aquellos días murió Eufemia Parra —la hembra más celosa que
conociera el pueblo—. Tenía siete meses de embarazo cuando cayó
víctima de una rara enfermedad que le hinchó las piernas y la
ensordeció. Esa noche, después de su sepelio, hubo en Icapú un
fuerte temblor que dejó profundas grietas en el cementerio. Al
siguiente día apareció flotando, en un gran charco, el cuerpo
amortajado de Eufemia. Todos se preguntaban si había sido una
profanación o era cuestión de espíritus inquietos. Llamaron al
viudo para advertirle:
—Su mujer está encelada y la criaturita sigue en el limbo.
Él recogió el cuerpo de la difunta, la amortajó de nueva cuenta
y la volvió a enterrar. Adornó el montículo de tierra con flores
del campo y una nueva cruz de madera. “Descansa, Eufemia, que yo
nunca te he faltado. Te moriste de celos cuando no hay motivo.
Yo nunca te fui infiel”, se lamentó el viudo.
—Eufemia es alma en pena —le dijo un entendido—. Mejor, hágase
acompañar de una sanadora, pues en estos casos se requiere de
llanto y plegarias. Dicen que el espíritu de los no nacidos se
queda en el limbo, y recuerde que su mujer murió teniendo a la
criatura en la barriga. Por eso es que anda penando.
—Entonces he de traer a la mentada sanadora —dijo el viudo—.
¿Usted sabe dónde puedo encontrar una?
—¿Saber? Bueno, saber, saber, no sé, pues nunca las he ocupado.
Pero escuché que en la otra orilla hay un hombre que sí sabe. Su
nombre es Shan y es el dueño de la cantina.
—Pues, no se hable más: mañana mismo me voy para allá.
Cuando el viudo se embarcó, aún estaba oscuro. A lo lejos,
tímidos destellos de luz anunciaban el amanecer. Lloviznaba. Se
cubrió la cabeza con un sombrero de piel y puso una delgada
cobija sobre su espalda. Comenzó a remar, sin reparar en que el
camino era largo y penoso y no llegaría sino hasta el atardecer.
Al arribar al poblado, fue directamente a la cantina.
—¿Conque buscas a las sanadoras? —preguntó Shan.
—Sí —contestó él—, y pago bien a quien sane el espíritu de mi
difunta Eufemia. Pero solicito que sea muy buena.
—Hmm —Shan sirvió una ronda de aguardiente—. Yo sé de tres muy
buenas.
—Pues tráelas —el viudo rechazó la bebida.
—Tómate el trago, hombre, que lo calientito del alcohol ayuda al
desconsuelo —Shan empujó el vasito hacia el visitante.
—Trae pronto a la sanadora —suplicó el icapueño mientras
devolvía el vasito—. Nos es rechazo, sino que estoy de duelo.
—Son venidas desde Bulgaria y cobran caro —informó Shan—, pero,
a decir de los favorecidos, tienen grandes poderes.
—Yo les pago el servicio —replicó el viudo, y puso sobre el
mostrador un saquito repleto de monedas de oro—. Pero primero
veo resultados —volvió a coger el saquito y lo guardó en el
bolsillo—. Soy hombre de ley y no creo en ilegalidades —sacó su
revólver y lo puso sobre el mostrador.
Al día siguiente, salieron
tres mujeres de la trastienda, vestidas de luto riguroso. Cuando
subieron sus velos, el viudo observó que eran muy bellas. Tenían
el cabello del color de un girasol y los labios rojos como sólo
los había visto en hembras impropias.
—Nos ocupamos en acompañar en el dolor a los parientes del
muerto —dijeron al unísono—. Realizamos un rito de llantos y
plegarias —explicó una de ellas—. Las lágrimas derramadas por
los justos se usan para colmar el frasco del desconsuelo. El
contenido del frasco de oro será ofrendado a la Señora del
Desconsuelo, para que interceda por el descanso eterno de
nuestros difuntos —luego bebieron ron como si fuese agua—.
Estamos preparando el espíritu —advirtió la que parecía tener el
mando.
—Pues que así sea —dijo el viudo un tanto desconcertado—. Yo,
por mientras, veo si consigo una panga que nos cruce el Icapú.
Volveré por ustedes al amanecer.
—¿Y la cuenta? —preguntó una de las mujeres.
—Ese menester no es mío.
Al día siguiente, el viudo y las tres sanadoras búlgaras
iniciaron el viaje. Los icapueños los vieron llegar y los
siguieron hasta el cementerio. Todos querían ver lo que iban a
hacer y, sobre todo, admirar su belleza.
Mojaron ramas de olivo en una palangana y comenzaron a rociar la
sepultura de Eufemia.
—¡Ay! —lloraban abrazadas—. ¿Por qué te fuiste? ¡Ay, Eufemia!,
descansa en paz —abrazaron al viudo.
—A mí no me gusta la
abrazadera; respeten a la difunta —dijo enojado—. Déjenme,
déjenme, que mi cuerpo y mi alma son de ella.
—Es para purificarlo, don… es
para purificarlo —le informaron, despojándolo de su camisa—.
Usted sólo déjese querer —le dijeron al oído, mientras unas
manos subían y otras bajaban.
En ese momento, volvió a temblar. El mundo se meció suavemente
de un lado a otro como si fuese un arrullo. Otra sacudida y, en
seguida, se sintió una ensordecedora explosión. Entonces, un
chorro de agua y vapor salieron de la tumba de Eufemia.
—¡Se los dije!, ¡se los dije!, ¡la Eufemia es celosa! ¡Les
advertí que dejaran de tocarme. Ahora hagan algo para calmarla!
—ordenó el viudo—. ¡Hagan un rezo!
—¡Eufemia, Eufemia, camina hacia la luz! —invocaron las
mujeres—. ¡Por el poder que nos dan los dioses, te ordenamos que
camines hacia la luz y abandones este mundo!
Pero el chorro de agua parecía burlarse; bajaba hasta casi rozar
la hierba y nuevamente tomaba altura. Las aves salieron
despavoridas de los árboles de mango, y los curiosos, huyeron
espantados hacia al pueblo. Estaban tan asustados que poco les
importó averiguar si se trataba de embrujos, si eran en realidad
sanadoras, espiritistas o simplemente putas.
—¡Regresen, regresen! —gritaba el viudo a las búlgaras, que
también salieron corriendo—. ¡Miren, que a lo mejor la Eufemia
quiere manifestarse y hablar de sus penas con ustedes! ¡Esperen
o no les pago! —amenazó.
Aun así, ellas corrieron por
el monte en dirección al río. Por los zarzales fueron quedando
los velos que cubrían sus rostros. Recogieron sus enaguas, sin
importar que se les viese todo ni que el mundo descubriera que
de santas no tenían ni el encaje del calzón.
—¡No se vale, dejaron tirado el frasco del desconsuelo! —se
quejaba el viudo sin poder darles alcance—. ¡Regresen, que si
no, no he de pagarles! —volvió a soltar la amenaza, pero alcanzó
a verlas subidas en la panga, y el río las empujó hasta la otra
orilla.
—¡Un manantial está naciendo en el lugar de los muertos! —gritó
un chamán.
En pocos días, el lugar quedó convertido en un impresionante
lago.
—Qué historias —dijo
Oliveira—. Todo cobra sentido estando allí. El lago de La
Reventación… esos enormes balcones… Dices que el propio segundo
Tito los llevó desde Rusia, ¿no? Podrías escribir un libro…
—Así es. Él disfrutaba dirigiéndose a su pueblo desde allí. Y
mandó a construir una plazoleta frente al palacete, para que el
pueblo aplaudiera sus discursos. Y, aunque no lo creas, también
ordenó que llevaran un circo y música de vientos para inaugurar
su obra.
—¿Un circo?
—Sí —aseguró Ivana estallando de risa—. Los cirqueros desfilaron
por las callejuelas de Icapú, haciendo las delicias de los
pobladores. Hay fotografías que lo atestiguan. El payaso triste,
la mujer barbuda, el hombre elástico, el equilibrista…
Resulta que Tito II, cansado
del bullicio y de la abulia de su gente, había mandado a llamar
al dueño del circo para exigirle que abandonara el poblado. Pero
sucedió que, en lugar del dueño, se presentó una gitana.
—¿Quién eres? —preguntó él.
—Soy el reverso de tu alma.
—¿El reverso?
—Sí, todos tenemos un revés.
—¿Y cómo sabes eso?
Ella se sentó en el piso e hizo un ademán para que mi bisabuelo
la acompañara. Este gesto le recordó algo y, seguramente, a
alguien, pero no atinó a reconocerlo con claridad. La gitana
extendió la palma de su mano izquierda hacia él, quien, curioso,
la imitó.
—¿Me la vas a leer? —preguntó él.
—No —ella le cerró la mano—. Sé todo de ti. Sólo he venido
advertirte: la vida a veces parece eterna, pero puede terminar
en apenas unos segundos. Tú has odiado mucho más de lo que has
amado, y eso no es bueno. Has quitado mil veces más de lo que
has entregado y, a la hora de tus cuentas, tus abusos serán
cobrados y tu alma quedará tan vacía como las almas de quienes
has lastimado. Tito, morirás dentro de treinta días…
Asombrado por la fatídica predicción, él aún tuvo el poder para
enfrentar a la mujer:
—¡¿Quién eres tú para ponerle límite a mi existencia?!
—Soy tu destino.
—Mira, gitana, si lo que quieres es dinero, puedo darte oro.
Mucho oro.
La agorera movió su cabeza de lado a lado, rechazando la dádiva.
—Por donde tú mires, hay quien me cuide —advirtió el descreído
Tito II—. El pueblo me ama. ¿Quién osaría matarme y por qué?
—Tu tiempo se está terminando. A todos se nos llega el plazo…
¡Treinta días, Tito! Treinta días… y vendré por ti.
Las ideas del sentenciado se enmarañaron como las raíces de un
viejo árbol, y se quedó sin palabras. La gitana, entonces, aguzó
el oído y escuchó lo que el hombre no pudo preguntar.
—Sabrás que es la hora cuando el viento traiga de la selva el
cantar de los monos y los delfines rosados bailen en las aguas
del Icapú. Y sólo te lo informo para que reflexiones sobre tus
cosas y pongas orden en tu espíritu.
En efecto, faltaba un mes para que comenzara el periodo de
apareamiento de los monos y se presentara el fenómeno de los
delfines, que atraía turistas del mundo entero. Era hermoso. Los
peces emitían una especie de música y, desde las profundidades
del Icapú, emergían delfines de color rosa.
“No debo creer en lo dicho por esa embustera”, reflexionó Tito
mientras desde el balcón veía a la mujer retomar su rumbo y
desaparecer en medio de una repentina bruma. “Quizá fue un
sueño…”. “Treinta días…”, pareció susurrar el viento; “Treinta
días…, pareció que chillaban los animales en la selva. “Y si
realmente sólo tuviera ese plazo de vida, ¿qué haría?”
El hombre se había quedado tan impresionado después de la visita
de la gitana que ni siquiera quería alimentarse; cuando lo
hacía, daba a su empleado a probar cualquier alimento antes de
llevárselo a la boca. El rostro de la gitana se había perdido de
su mente, pero algo dentro de él parecía recordarla. “Yo he
visto a esa mujer, lo sé. ¿Pero dónde?”
Los hombres de patrón buscaron a un médico de la ciudad y lo
llevaron a Santa Elena. Después de examinarlo, determinó que su
mal se debía a un estado de cansancio crónico.
—Lo prudente, don Tito, es que usted descanse… tome unas
vacaciones, diviértase.
—¿Vacacionar? ¿Divertirme? No… no puedo dejar Icapú…
—Entonces, le recomiendo baños de inmersión en el manantial de
aguas termales y quitarse de la sesera lo dicho por la gitana.
Mire, Tito, usted es hombre culto y sabe que eso de la
adivinación y las maldiciones es pura fantasía, meras
supersticiones de los pueblos aborígenes. Sé que usted respeta
todo eso y, créame, yo también, pero no hay que dejarse
convencer. Y le advierto, respetuosamente, que no busque
yerberos o chamanes. Ésos no curan y sí que empeoran los males.
—Tiene usted toda la razón. No puedo dejar que las palabras de
una gitana se cuelen en mi mente como si fuese viento —contestó
el enfermo, mientras acompañaba al médico hasta la puerta. Lo
vio alejarse y se quedó un rato en la plazoleta. “Treinta
días…”, “treinta días…”, le pareció escuchar que susurraba el
viento. “Treinta días…”
A la mañana siguiente, se levantó muy temprano y se fue de paseo
al manantial. La poza de aguas termales se ubicaba detrás de la
vieja mina. Metió los pies y una sensación de bienestar, de paz
lo invitó a sumergir todo su cuerpo. Seis hombres armados
protegían el descanso del amo; por ello, no dejaron pasar al
chamán cuando éste dijo:
—He venido a advertir al patrón Tito de un gran peligro.
—Vamos, indio, aléjate de aquí. Por orden del patrón, no podemos
dejar que pase nadie.
—Pero él debe escucharme… está en inminente peligro y no puedo
brindarle protección si no deja que me acerque.
—¡Vete!, ¡vete!
Tito repitió la visita a las milagrosas aguas termales durante
varios días. Su ánimo mejoró: volvió a comer con apetito los
guisos preparados con tiernos animales de monte, y hasta logró
dormir profundamente. Por primera vez en tantos años, volvió a
soñar con Berenice.
Berenice había sido la esposa, casi desconocida, del segundo
Tito. Ella era como las flores que nacen en las orillas de río
Icapú: graciosa, aromática. Un ser profundamente espiritual,
pues durante su infancia y parte de su adolescencia la había
guiado un chamán. Su padre fue un lord inglés que llegó a esos
parajes en busca de emociones y sabiduría. Según dicen, encontró
en esas tierras lo que tanto anhelaba, y no sólo se quedó a
vivir en plena selva icapueña, sino que se casó con una
aborigen.
Al nacer Berenice, su madre enfermó de una extraña fiebre.
Fueron inútiles los remedios para curar su mal. Murió cinco días
después de dar a luz. Klaus, que así se llamaba, quedó sumido en
el dolor y se aficionó al consumo del hachís, olvidándose de su
hija. Fue Nosara, la mujer
del cacique Kiruba, quien se hizo cargo de la criatura e
incluso la amamantó, lo cual unió a su primogénito y a ella como
hermanos de leche.
Tito II conoció a la pequeña Berenice en unas vacaciones en que
su padre lo llevó a Icapú. Sonrió al observar el aspecto de
aquella niña vestida con taparrabos y que hablaba el dialecto de
los habitantes de la aldea. Asida a la mano de su padre, la niña
observaba a Tito Alfonso con atención.
La afición por visitar a las tribus que habitaban las orillas
del Icapú era de las pocas cosas que padre e hijo compartían.
Pero Tito II poseía el don innato de entender las lenguas
tribales.
Años después, Berenice y su padre partirían hacia Inglaterra.
Lord Klaus comprendió por fin que su hija necesitaba cuidados y
estudios que jamás tendría en Icapú y, según le aconsejó el
chamán, “Es mejor partir ahora, antes de que menstrúe”. La niña
sufrió mucho a causa del alejamiento de su hermano de leche,
pero el cacique se negó a que su vástago los acompañara a
Europa. El gran chamán lo conformó asegurándole que ella pronto
volvería: “Vete ahora Berenice… luego regresarás y tu vientre
parirá a un nuevo rey”. Berenice y su padre partieron esa misma
tarde. La niña lloraba. “No llores, pequeña, que en Europa
tendrás tanta familia que no querrás volver a Icapú; jugarás con
niñas tan hermosas como tú, tendrás lindos vestidos, irás a
escuelas con verdaderos maestros”, su padre trataba de
consolarla, pero, a cambio, sólo lograba que ella llorara más. “¡Yo no quiero irme!”, replicó ella. “Bueno, ya veremos
qué pasa, hija”, respondió el padre. “¿Podré regresar cuando
quiera?” “Sí”, prometió aquél. Sin embargo, pasarían muchos años
antes del retorno.
El mismo día de su decimoctavo cumpleaños, Berenice regresó a
Icapú, con la encomienda expresa que le hizo su padre de visitar
Santa Elena. Al llegar al desembarcadero, la esperaban dos
sirvientes de la casa grande que cargaron con su equipaje.
Mientras el coche avanzaba, ella abrió su maletín tocador y sacó
el presente que su padre le enviaba a Tito II. Miró la espesa
vegetación que atravesaba el camino, escuchó el chillido de los
monos y recordó la magia de su infancia. Cuando se acercaban a
la mansión, lo vio parado en uno de los balcones. Su corazón se
alegró.
—He de casarme —le dijo aquel hombre moreno y galante que ya
superaba los 38 años. Mi padre ha muerto y he de gobernar Icapú.
¿Estás dispuesta a vivir conmigo esta aventura?
Berenice sonrió nerviosa. Enrollaba entre sus dedos un mechón
liso y oscuro, como el de una yegua silvestre. Él hizo una mueca
amable al notar tan turbada a esa joven de ojos negros como las
plumas de tordo que sería su mujer.
—¿Es por ello que me has mandado a llamar? —preguntó ella, y él
asintió.
—Uniremos nuestras vidas y la sangre de las etnias que
representamos.
—¿Cuándo será esto?
—Cuando estés lista.
—Ya lo estoy…
—Esto ya ha sido vaticinado —le susurró al oído y, complacido,
besó su frente.
El matrimonio entre Berenice y Tito II se formalizó dos meses
después. Era la primera vez que, en Icapú, aborígenes, chamanes
y hombres blancos participaban de una misma ceremonia. Todos
bendijeron la unión y la encomendaron a sus dioses.
Berenice convenció a su marido para que mejorara el trato que se
le daba a los indios y se abrieran escuelas para los niños de
las aldeas. “Al final, querido mío, estás casado con una india”.
—Sí, una lady de la selva —añadió él. “Sí, una lady de la selva
que está muy orgullosa de sus raíces —contestó Berenice—. Y cree
en ti profundamente”.
Pero pronto los nubarrones de la desgracia se posaron sobre
Santa Elena. En ocho años de matrimonio, cada hijo concebido por
la pareja nació muerto. La decepción cubría a Tito II como un
manto oscuro.
—¡Lo intentaremos nuevamente! —prometía, fuera de sí, tras cada
pérdida. Su actitud llenaba de desconsuelo a la atribulada
Berenice; médicos y chamanes trataron de advertirles que no era
conveniente seguir adelante con los embarazos, pero él no los
escuchó y continuó exigiendo un heredero. Después de tres
intentos más, el ánimo de la joven esposa decayó.
—¡Tienes que darme un heredero. Eres joven y fuerte! —los ojos
de la mujer se llenaban de lágrimas—. He de cuidarte mejor;
tomarás leche de búfala, visitaremos a los mejores médicos en
Europa… —estaba extenuada a causa de aquel tormento. Comprendió
en ese momento que para los Álvarez la descendencia era lo
primero, y que el amor poco importaba.
En el siguiente embarazo, a los siete meses nació el heredero.
Para júbilo de su padre, el niño era fuerte y sobrevivió al
nacimiento prematuro. Berenice, en cambio, lucía pálida,
desmejorada y sumamente deprimida. Su esposo sintió pena y
dedicó todo su tiempo a cuidarla, pero las hemorragias no
paraban ni siquiera cuando le daban a tomar la sangre tibia de
un burro recién sacrificado, aderezado con ralladura de coco y
canela, que le llevaba el chamán mayor. Pero la dulce Berenice
se convirtió en una flor cada día más marchita. Tras su muerte,
a Tito II se le descompuso el alma.
A raíz de la visita de la gitana, Tito Alfonso II recordó tantas
cosas vividas, que volvió a llorar sus antiguas penas, como si
cada suceso acabara de acontecer. Pensó que su sensiblería quizá
era producto de la calidez del agua del manantial o de la
memoria removida con la visión de Berenice en el rostro de la
gitana. “¡Era ella; la gitana era Berenice! ¿Quién más podría
saber todo de mí? Es ella, que aún pena a causa de todo el mal
que le causé.” Comenzó a alucinar, y hasta comenzó a llamar a
gritos a su padre; pedía perdón a quienes les había quitado la
vida, y clamaba por su amada Berenice. A pesar de la fuerte
medicación ordenada por el médico, sus alucinaciones no cesaron.
Le sobrevinieron las náuseas y defecaba con grandes dolores. Sus
profusas heces eran sanguinolentas y con forma de granos de
arroz, según referían quienes lo cuidaban. El médico ordenó que
enviaran muestras a un laboratorio en la capital del estado,
pero el encargado de transportar las muestras sintió aprensión
por viajar con ese recipiente de contenido nauseabundo y decidió
tirarlo al río. “Total —comentó días después en la cantina del
pueblo—, todas las cacas humanas son iguales, así sean de reyes,
pordioseros o santos, así que, bajar en el puerto de Walmaku,
llené el recipiente con mis propios desechos y lo entregué en el
laboratorio”.
—Son Ascaris
lumbricoides,
y muy abundantes. —dijo el médico al examinar el contenido.
Luego se puso a redactar la prescripción.
Cuando el boticario tuvo en sus manos la receta, se dispuso a
preparar la medicina. Con destreza envolvió el remedio y pegó
una etiqueta: “Una cucharada cada cuatro horas”.
Al gran Tito II se le fue consumiendo el cuerpo y quedó reducido
a casi nada. La piel se le corrompió, las moscas se
arremolinaban en su mosquitero, atraídas por el hedor a podrido
que manaba de su propio cuerpo. En un momento de lucidez, ordenó
que telegrafiaran a su hijo a Lisboa. Él y sólo él sería su
sucesor.