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COLECCIÓN NARRATIVA
Novela

 

Icapú


Karla Brenes
 

 

 

234  pp.

13.5 x 21 cm

 

 

Disponible en e-book y en papel

 

 

 

ebook

ISBN 978-607-7963-34-9
U$S 8.00


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papel

ISBN 978-607-7963-33-2
U$S 20.00 (más envío)
 

 

 

 

 

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"Los dioses descendieron a la tierra. Dispuestos a aparearse, danzaron sobre las cumbres, enamorando… Fue a causa de aquel juego reproductivo que el aire se volvió denso, irrespirable; se quedaron dormidos los pájaros, las flores, los abrojos y, en el otrora fértil paraje, sólo flotó divinidad.

En este místico lugar, nació el río Icapú, cesta o cuna de los dioses según la lengua aborigen. Brotó una gota de agua del ancestral silencio, se deslizó, como una lágrima, por lejanos desfiladeros, y fue uniéndose a otras aguas hasta convertirse en el robusto caudal que llegó a las tierras chamanes."

Siglos después, en Brasil, un joven fugitivo llamado Tito Alfonso arribó por accidente a las riberas selváticas del Icapú. La presencia del forastero originó la apresurada interpretación de antiguas profecías: “El Elegido llegará desde la otra orilla, precedido por la total oscuridad”.

Los nativos se agazaparon en la espesura. “¡Es Él! ¡Es Él!”. Retumbaron los tambores. Un humo espeso conquistó el cielo.
El Elegido había llegado a fundar su pueblo."

 

 

COMENTARIO

 

La picaresca es el hilo conductor de la nueva novela de Karla Brenes, autora de A través de mis ojos, publicada en 2013 por esta misma casa editorial.

A partir de la fundación de un pueblo, las historias entrecruzadas, sello de su estilo, dan cuenta de los secretos que guarda cada uno de los personajes, sin excepción. Durante años, todo Icapú ha pendido de ellos y de la vida de los Titos, los antihéroes que la autora eligió para hablar de las paradojas históricas en las que la superstición y el dogma desempeñan un papel central. Icapú es, en fin, un relato sabroso y bien contado, conforme sus múltiples personajes entran y salen de sus propios infiernos.

El Ateneo Literario, que ha acompañado a la autora en su proyecto creativo, anunció la preventa en http://ateneoliterario.es/icapu-de-karla-brenes/
 

 

SOBRE LA AUTORA

 

“Nací en los cinco primeros minutos del 2 de septiembre de 1964. He estudiado cuanto he podido y leído con curiosidad y avidez toda mi vida. Mi deseo presente y futuro es poder escribir y narrar historias para todo el que quiera ver y creer en un mundo visto a través de mis ojos” , dice Karla Brenes en el prólogo.
 

 

FRAGMENTO

 

 

Por aquellos días murió Eufemia Parra —la hembra más celosa que conociera el pueblo—. Tenía siete meses de embarazo cuando cayó víctima de una rara enfermedad que le hinchó las piernas y la ensordeció. Esa noche, después de su sepelio, hubo en Icapú un fuerte temblor que dejó profundas grietas en el cementerio. Al siguiente día apareció flotando, en un gran charco, el cuerpo amortajado de Eufemia. Todos se preguntaban si había sido una profanación o era cuestión de espíritus inquietos. Llamaron al viudo para advertirle:

—Su mujer está encelada y la criaturita sigue en el limbo.

Él recogió el cuerpo de la difunta, la amortajó de nueva cuenta y la volvió a enterrar. Adornó el montículo de tierra con flores del campo y una nueva cruz de madera. “Descansa, Eufemia, que yo nunca te he faltado. Te moriste de celos cuando no hay motivo. Yo nunca te fui infiel”, se lamentó el viudo.

—Eufemia es alma en pena —le dijo un entendido—. Mejor, hágase acompañar de una sanadora, pues en estos casos se requiere de llanto y plegarias. Dicen que el espíritu de los no nacidos se queda en el limbo, y recuerde que su mujer murió teniendo a la criatura en la barriga. Por eso es que anda penando.

—Entonces he de traer a la mentada sanadora —dijo el viudo—. ¿Usted sabe dónde puedo encontrar una?

—¿Saber? Bueno, saber, saber, no sé, pues nunca las he ocupado. Pero escuché que en la otra orilla hay un hombre que sí sabe. Su nombre es Shan y es el dueño de la cantina.

—Pues, no se hable más: mañana mismo me voy para allá.

Cuando el viudo se embarcó, aún estaba oscuro. A lo lejos, tímidos destellos de luz anunciaban el amanecer. Lloviznaba. Se cubrió la cabeza con un sombrero de piel y puso una delgada cobija sobre su espalda. Comenzó a remar, sin reparar en que el camino era largo y penoso y no llegaría sino hasta el atardecer.

Al arribar al poblado, fue directamente a la cantina.

—¿Conque buscas a las sanadoras? —preguntó Shan.

—Sí —contestó él—, y pago bien a quien sane el espíritu de mi difunta Eufemia. Pero solicito que sea muy buena.

—Hmm —Shan sirvió una ronda de aguardiente—. Yo sé de tres muy buenas.

—Pues tráelas —el viudo rechazó la bebida.

—Tómate el trago, hombre, que lo calientito del alcohol ayuda al desconsuelo —Shan empujó el vasito hacia el visitante.

—Trae pronto a la sanadora —suplicó el icapueño mientras devolvía el vasito—. Nos es rechazo, sino que estoy de duelo.

—Son venidas desde Bulgaria y cobran caro —informó Shan—, pero, a decir de los favorecidos, tienen grandes poderes.

—Yo les pago el servicio —replicó el viudo, y puso sobre el mostrador un saquito repleto de monedas de oro—. Pero primero veo resultados —volvió a coger el saquito y lo guardó en el bolsillo—. Soy hombre de ley y no creo en ilegalidades —sacó su revólver y lo puso sobre el mostrador.

Al día siguiente, salieron tres mujeres de la trastienda, vestidas de luto riguroso. Cuando subieron sus velos, el viudo observó que eran muy bellas. Tenían el cabello del color de un girasol y los labios rojos como sólo los había visto en hembras impropias.

—Nos ocupamos en acompañar en el dolor a los parientes del muerto —dijeron al unísono—. Realizamos un rito de llantos y plegarias —explicó una de ellas—. Las lágrimas derramadas por los justos se usan para colmar el frasco del desconsuelo. El contenido del frasco de oro será ofrendado a la Señora del Desconsuelo, para que interceda por el descanso eterno de nuestros difuntos —luego bebieron ron como si fuese agua—. Estamos preparando el espíritu —advirtió la que parecía tener el mando.

—Pues que así sea —dijo el viudo un tanto desconcertado—. Yo, por mientras, veo si consigo una panga que nos cruce el Icapú. Volveré por ustedes al amanecer.

—¿Y la cuenta? —preguntó una de las mujeres.

—Ese menester no es mío.

Al día siguiente, el viudo y las tres sanadoras búlgaras iniciaron el viaje. Los icapueños los vieron llegar y los siguieron hasta el cementerio. Todos querían ver lo que iban a hacer y, sobre todo, admirar su belleza.

Mojaron ramas de olivo en una palangana y comenzaron a rociar la sepultura de Eufemia.

—¡Ay! —lloraban abrazadas—. ¿Por qué te fuiste? ¡Ay, Eufemia!, descansa en paz —abrazaron al viudo.

—A mí no me gusta la abrazadera; respeten a la difunta —dijo enojado—. Déjenme, déjenme, que mi cuerpo y mi alma son de ella.

—Es para purificarlo, don… es para purificarlo —le informaron, despojándolo de su camisa—. Usted sólo déjese querer —le dijeron al oído, mientras unas manos subían y otras bajaban.

En ese momento, volvió a temblar. El mundo se meció suavemente de un lado a otro como si fuese un arrullo. Otra sacudida y, en seguida, se sintió una ensordecedora explosión. Entonces, un chorro de agua y vapor salieron de la tumba de Eufemia.

—¡Se los dije!, ¡se los dije!, ¡la Eufemia es celosa! ¡Les advertí que dejaran de tocarme. Ahora hagan algo para calmarla! —ordenó el viudo—. ¡Hagan un rezo!

—¡Eufemia, Eufemia, camina hacia la luz! —invocaron las mujeres—. ¡Por el poder que nos dan los dioses, te ordenamos que camines hacia la luz y abandones este mundo!

Pero el chorro de agua parecía burlarse; bajaba hasta casi rozar la hierba y nuevamente tomaba altura. Las aves salieron despavoridas de los árboles de mango, y los curiosos, huyeron espantados hacia al pueblo. Estaban tan asustados que poco les importó averiguar si se trataba de embrujos, si eran en realidad sanadoras, espiritistas o simplemente putas.

—¡Regresen, regresen! —gritaba el viudo a las búlgaras, que también salieron corriendo—. ¡Miren, que a lo mejor la Eufemia quiere manifestarse y hablar de sus penas con ustedes! ¡Esperen o no les pago! —amenazó.

Aun así, ellas corrieron por el monte en dirección al río. Por los zarzales fueron quedando los velos que cubrían sus rostros. Recogieron sus enaguas, sin importar que se les viese todo ni que el mundo descubriera que de santas no tenían ni el encaje del calzón.

—¡No se vale, dejaron tirado el frasco del desconsuelo! —se quejaba el viudo sin poder darles alcance—. ¡Regresen, que si no, no he de pagarles! —volvió a soltar la amenaza, pero alcanzó a verlas subidas en la panga, y el río las empujó hasta la otra orilla.

—¡Un manantial está naciendo en el lugar de los muertos! —gritó un chamán.

En pocos días, el lugar quedó convertido en un impresionante lago.

 

 

—Qué historias —dijo Oliveira—. Todo cobra sentido estando allí. El lago de La Reventación… esos enormes balcones… Dices que el propio segundo Tito los llevó desde Rusia, ¿no? Podrías escribir un libro…

—Así es. Él disfrutaba dirigiéndose a su pueblo desde allí. Y mandó a construir una plazoleta frente al palacete, para que el pueblo aplaudiera sus discursos. Y, aunque no lo creas, también ordenó que llevaran un circo y música de vientos para inaugurar su obra.

—¿Un circo?

—Sí —aseguró Ivana estallando de risa—. Los cirqueros desfilaron por las callejuelas de Icapú, haciendo las delicias de los pobladores. Hay fotografías que lo atestiguan. El payaso triste, la mujer barbuda, el hombre elástico, el equilibrista…

Resulta que Tito II, cansado del bullicio y de la abulia de su gente, había mandado a llamar al dueño del circo para exigirle que abandonara el poblado. Pero sucedió que, en lugar del dueño, se presentó una gitana.

—¿Quién eres? —preguntó él.

—Soy el reverso de tu alma.

—¿El reverso?

—Sí, todos tenemos un revés.

—¿Y cómo sabes eso?

Ella se sentó en el piso e hizo un ademán para que mi bisabuelo la acompañara. Este gesto le recordó algo y, seguramente, a alguien, pero no atinó a reconocerlo con claridad. La gitana extendió la palma de su mano izquierda hacia él, quien, curioso, la imitó.

—¿Me la vas a leer? —preguntó él.

—No —ella le cerró la mano—. Sé todo de ti. Sólo he venido advertirte: la vida a veces parece eterna, pero puede terminar en apenas unos segundos. Tú has odiado mucho más de lo que has amado, y eso no es bueno. Has quitado mil veces más de lo que has entregado y, a la hora de tus cuentas, tus abusos serán cobrados y tu alma quedará tan vacía como las almas de quienes has lastimado. Tito, morirás dentro de treinta días…

Asombrado por la fatídica predicción, él aún tuvo el poder para enfrentar a la mujer:

—¡¿Quién eres tú para ponerle límite a mi existencia?!

—Soy tu destino.

—Mira, gitana, si lo que quieres es dinero, puedo darte oro. Mucho oro.

La agorera movió su cabeza de lado a lado, rechazando la dádiva.

—Por donde tú mires, hay quien me cuide —advirtió el descreído Tito II—. El pueblo me ama. ¿Quién osaría matarme y por qué?

—Tu tiempo se está terminando. A todos se nos llega el plazo… ¡Treinta días, Tito! Treinta días… y vendré por ti.

Las ideas del sentenciado se enmarañaron como las raíces de un viejo árbol, y se quedó sin palabras. La gitana, entonces, aguzó el oído y escuchó lo que el hombre no pudo preguntar.

—Sabrás que es la hora cuando el viento traiga de la selva el cantar de los monos y los delfines rosados bailen en las aguas del Icapú. Y sólo te lo informo para que reflexiones sobre tus cosas y pongas orden en tu espíritu.

En efecto, faltaba un mes para que comenzara el periodo de apareamiento de los monos y se presentara el fenómeno de los delfines, que atraía turistas del mundo entero. Era hermoso. Los peces emitían una especie de música y, desde las profundidades del Icapú, emergían delfines de color rosa.

“No debo creer en lo dicho por esa embustera”, reflexionó Tito mientras desde el balcón veía a la mujer retomar su rumbo y desaparecer en medio de una repentina bruma. “Quizá fue un sueño…”. “Treinta días…”, pareció susurrar el viento; “Treinta días…, pareció que chillaban los animales en la selva. “Y si realmente sólo tuviera ese plazo de vida, ¿qué haría?”

El hombre se había quedado tan impresionado después de la visita de la gitana que ni siquiera quería alimentarse; cuando lo hacía, daba a su empleado a probar cualquier alimento antes de llevárselo a la boca. El rostro de la gitana se había perdido de su mente, pero algo dentro de él parecía recordarla. “Yo he visto a esa mujer, lo sé. ¿Pero dónde?”

Los hombres de patrón buscaron a un médico de la ciudad y lo llevaron a Santa Elena. Después de examinarlo, determinó que su mal se debía a un estado de cansancio crónico.

—Lo prudente, don Tito, es que usted descanse… tome unas vacaciones, diviértase.

—¿Vacacionar? ¿Divertirme? No… no puedo dejar Icapú…

—Entonces, le recomiendo baños de inmersión en el manantial de aguas termales y quitarse de la sesera lo dicho por la gitana. Mire, Tito, usted es hombre culto y sabe que eso de la adivinación y las maldiciones es pura fantasía, meras supersticiones de los pueblos aborígenes. Sé que usted respeta todo eso y, créame, yo también, pero no hay que dejarse convencer. Y le advierto, respetuosamente, que no busque yerberos o chamanes. Ésos no curan y sí que empeoran los males.

—Tiene usted toda la razón. No puedo dejar que las palabras de una gitana se cuelen en mi mente como si fuese viento —contestó el enfermo, mientras acompañaba al médico hasta la puerta. Lo vio alejarse y se quedó un rato en la plazoleta. “Treinta días…”, “treinta días…”, le pareció escuchar que susurraba el viento. “Treinta días…”

A la mañana siguiente, se levantó muy temprano y se fue de paseo al manantial. La poza de aguas termales se ubicaba detrás de la vieja mina. Metió los pies y una sensación de bienestar, de paz lo invitó a sumergir todo su cuerpo. Seis hombres armados protegían el descanso del amo; por ello, no dejaron pasar al chamán cuando éste dijo:

—He venido a advertir al patrón Tito de un gran peligro.

—Vamos, indio, aléjate de aquí. Por orden del patrón, no podemos dejar que pase nadie.

—Pero él debe escucharme… está en inminente peligro y no puedo brindarle protección si no deja que me acerque.

—¡Vete!, ¡vete!

Tito repitió la visita a las milagrosas aguas termales durante varios días. Su ánimo mejoró: volvió a comer con apetito los guisos preparados con tiernos animales de monte, y hasta logró dormir profundamente. Por primera vez en tantos años, volvió a soñar con Berenice.

Berenice había sido la esposa, casi desconocida, del segundo Tito. Ella era como las flores que nacen en las orillas de río Icapú: graciosa, aromática. Un ser profundamente espiritual, pues durante su infancia y parte de su adolescencia la había guiado un chamán. Su padre fue un lord inglés que llegó a esos parajes en busca de emociones y sabiduría. Según dicen, encontró en esas tierras lo que tanto anhelaba, y no sólo se quedó a vivir en plena selva icapueña, sino que se casó con una aborigen.

Al nacer Berenice, su madre enfermó de una extraña fiebre. Fueron inútiles los remedios para curar su mal. Murió cinco días después de dar a luz. Klaus, que así se llamaba, quedó sumido en el dolor y se aficionó al consumo del hachís, olvidándose de su hija. Fue Nosara, la mujer del cacique Kiruba, quien se hizo cargo de la criatura e incluso la amamantó, lo cual unió a su primogénito y a ella como hermanos de leche.

Tito II conoció a la pequeña Berenice en unas vacaciones en que su padre lo llevó a Icapú. Sonrió al observar el aspecto de aquella niña vestida con taparrabos y que hablaba el dialecto de los habitantes de la aldea. Asida a la mano de su padre, la niña observaba a Tito Alfonso con atención.

La afición por visitar a las tribus que habitaban las orillas del Icapú era de las pocas cosas que padre e hijo compartían. Pero Tito II poseía el don innato de entender las lenguas tribales.

Años después, Berenice y su padre partirían hacia Inglaterra. Lord Klaus comprendió por fin que su hija necesitaba cuidados y estudios que jamás tendría en Icapú y, según le aconsejó el chamán, “Es mejor partir ahora, antes de que menstrúe”. La niña sufrió mucho a causa del alejamiento de su hermano de leche, pero el cacique se negó a que su vástago los acompañara a Europa. El gran chamán lo conformó asegurándole que ella pronto volvería: “Vete ahora Berenice… luego regresarás y tu vientre parirá a un nuevo rey”. Berenice y su padre partieron esa misma tarde. La niña lloraba. “No llores, pequeña, que en Europa tendrás tanta familia que no querrás volver a Icapú; jugarás con niñas tan hermosas como tú, tendrás lindos vestidos, irás a escuelas con verdaderos maestros”, su padre trataba de consolarla, pero, a cambio, sólo lograba que ella llorara más. “¡Yo no quiero irme!”, replicó ella. “Bueno, ya veremos qué pasa, hija”, respondió el padre. “¿Podré regresar cuando quiera?” “Sí”, prometió aquél. Sin embargo, pasarían muchos años antes del retorno.

El mismo día de su decimoctavo cumpleaños, Berenice regresó a Icapú, con la encomienda expresa que le hizo su padre de visitar Santa Elena. Al llegar al desembarcadero, la esperaban dos sirvientes de la casa grande que cargaron con su equipaje. Mientras el coche avanzaba, ella abrió su maletín tocador y sacó el presente que su padre le enviaba a Tito II. Miró la espesa vegetación que atravesaba el camino, escuchó el chillido de los monos y recordó la magia de su infancia. Cuando se acercaban a la mansión, lo vio parado en uno de los balcones. Su corazón se alegró.

—He de casarme —le dijo aquel hombre moreno y galante que ya superaba los 38 años. Mi padre ha muerto y he de gobernar Icapú. ¿Estás dispuesta a vivir conmigo esta aventura?

Berenice sonrió nerviosa. Enrollaba entre sus dedos un mechón liso y oscuro, como el de una yegua silvestre. Él hizo una mueca amable al notar tan turbada a esa joven de ojos negros como las plumas de tordo que sería su mujer.

—¿Es por ello que me has mandado a llamar? —preguntó ella, y él asintió.

—Uniremos nuestras vidas y la sangre de las etnias que representamos.

—¿Cuándo será esto?

—Cuando estés lista.

—Ya lo estoy… 

—Esto ya ha sido vaticinado —le susurró al oído y, complacido, besó su frente.

El matrimonio entre Berenice y Tito II se formalizó dos meses después. Era la primera vez que, en Icapú, aborígenes, chamanes y hombres blancos participaban de una misma ceremonia. Todos bendijeron la unión y la encomendaron a sus dioses.

Berenice convenció a su marido para que mejorara el trato que se le daba a los indios y se abrieran escuelas para los niños de las aldeas. “Al final, querido mío, estás casado con una india”. —Sí, una lady de la selva —añadió él. “Sí, una lady de la selva que está muy orgullosa de sus raíces —contestó Berenice—. Y cree en ti profundamente”.

Pero pronto los nubarrones de la desgracia se posaron sobre Santa Elena. En ocho años de matrimonio, cada hijo concebido por la pareja nació muerto. La decepción cubría a Tito II como un manto oscuro.

—¡Lo intentaremos nuevamente! —prometía, fuera de sí, tras cada pérdida. Su actitud llenaba de desconsuelo a la atribulada Berenice; médicos y chamanes trataron de advertirles que no era conveniente seguir adelante con los embarazos, pero él no los escuchó y continuó exigiendo un heredero. Después de tres intentos más, el ánimo de la joven esposa decayó.

—¡Tienes que darme un heredero. Eres joven y fuerte! —los ojos de la mujer se llenaban de lágrimas—. He de cuidarte mejor; tomarás leche de búfala, visitaremos a los mejores médicos en Europa… —estaba extenuada a causa de aquel tormento. Comprendió en ese momento que para los Álvarez la descendencia era lo primero, y que el amor poco importaba.

En el siguiente embarazo, a los siete meses nació el heredero. Para júbilo de su padre, el niño era fuerte y sobrevivió al nacimiento prematuro. Berenice, en cambio, lucía pálida, desmejorada y sumamente deprimida. Su esposo sintió pena y dedicó todo su tiempo a cuidarla, pero las hemorragias no paraban ni siquiera cuando le daban a tomar la sangre tibia de un burro recién sacrificado, aderezado con ralladura de coco y canela, que le llevaba el chamán mayor. Pero la dulce Berenice se convirtió en una flor cada día más marchita. Tras su muerte, a Tito II se le descompuso el alma.

A raíz de la visita de la gitana, Tito Alfonso II recordó tantas cosas vividas, que volvió a llorar sus antiguas penas, como si cada suceso acabara de acontecer. Pensó que su sensiblería quizá era producto de la calidez del agua del manantial o de la memoria removida con la visión de Berenice en el rostro de la gitana. “¡Era ella; la gitana era Berenice! ¿Quién más podría saber todo de mí? Es ella, que aún pena a causa de todo el mal que le causé.” Comenzó a alucinar, y hasta comenzó a llamar a gritos a su padre; pedía perdón a quienes les había quitado la vida, y clamaba por su amada Berenice. A pesar de la fuerte medicación ordenada por el médico, sus alucinaciones no cesaron. Le sobrevinieron las náuseas y defecaba con grandes dolores. Sus profusas heces eran sanguinolentas y con forma de granos de arroz, según referían quienes lo cuidaban. El médico ordenó que enviaran muestras a un laboratorio en la capital del estado, pero el encargado de transportar las muestras sintió aprensión por viajar con ese recipiente de contenido nauseabundo y decidió tirarlo al río. “Total —comentó días después en la cantina del pueblo—, todas las cacas humanas son iguales, así sean de reyes, pordioseros o santos, así que, bajar en el puerto de Walmaku, llené el recipiente con mis propios desechos y lo entregué en el laboratorio”.

 —Son Ascaris lumbricoides, y muy abundantes. —dijo el médico al examinar el contenido. Luego se puso a redactar la prescripción.

Cuando el boticario tuvo en sus manos la receta, se dispuso a preparar la medicina. Con destreza envolvió el remedio y pegó una etiqueta: “Una cucharada cada cuatro horas”.

Al gran Tito II se le fue consumiendo el cuerpo y quedó reducido a casi nada. La piel se le corrompió, las moscas se arremolinaban en su mosquitero, atraídas por el hedor a podrido que manaba de su propio cuerpo. En un momento de lucidez, ordenó que telegrafiaran a su hijo a Lisboa. Él y sólo él sería su sucesor.

 


 

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